Ajena a la oscuridad que la rodea, una niña está pintando, con trazos infantiles, la figura de un animal. Parece absorta en su labor artística, se la nota alegre, entusiasta, dándole pinceladas al lienzo que tiene ante ella. A su lado, hay una mesa de piedra, sobre la cual están las acuarelas que la niña usa, manchando el gris pétreo con un arcoíris que chorrea hacia el suelo. Apoyados contra la mesa, y también desperdigados junto a ella, se ven otros cuadros ya concluidos, aunque no se puede identificar a los personajes retratados en ellos.
De pronto, escucha pisadas atronadoras que parecen acercarse hacia donde ella está. Ella, atemorizada, solo atina a procurar refugio debajo de la mesa, justo el momento en que las pisadas se detienen. Acurrucada en su escondite, siente la respiración de un ser enorme, al tiempo que escucha una especie de gruñido contenido y logra ver la enorme pata del intruso, al lado de la mesa de piedra. La niña se da cuenta de que el animal que está junto a ella es un dinosaurio.
En ese instante, ve que la pata se mueve y escucha cómo el dinosaurio se aleja veloz, con el mismo ritmo retumbante con el que había llegado minutos antes. Entonces, la niña sale de su escondite y verifica que el dinosaurio ha dejado un rastro de nítidas huellas: enormes pisadas de tiranosaurio impresas en el suelo de ese lugar. Junto a la mesa, la niña descubre una carpeta abierta y varias notas desperdigadas. Las recoge con calma, poniendo las notas dentro de la carpeta y revisando algunas: descubre fotos antiguas, cartas manuscritas, apuntes en hojas sueltas y recortes de prensa. Guarda todo en una pequeña mochila, que luego carga a su espalda, y toma el cuadro del caballete, donde claramente se ve el retrato de un tiranosaurio, antes de dirigirse hacia la primera huella y parase sobre esta.
En ese lugar, ve la hilera de huellas delante de sí, iluminada tenuemente cual si fuera un camino que ella debe seguir. La niña mira nuevamente el cuadro del tiranosaurio que lleva en las manos y se dice en voz alta, con tono decidido: “Quiero saber quién es mi padre”.
A partir de ese momento, se inicia un viaje para descubrir quién es ese dinosaurio, quién es su padre, el primer espeleólogo y paleontólogo boliviano, uno de los pioneros en la investigación y desarrollo de estas ciencias en el país: Henry Saavedra. En este recorrido, se develará que Saavedra, pese a sus valiosos aportes al patrimonio natural de Bolivia, jamás fue reconocido, y peor aún, que su producción intelectual fue ignorada e incluso plagiada, de modo que otros recibieron el crédito por su trabajo científico.
Pero, en los recuerdos y reflexiones de esta niña de 8 años se produce una tensión entre la figura heroica del profesional exitoso y la figura empañada del padre cuyo egoísmo lo alejo de su familia. Tensión entre la esperanza por recuperar el tiempo perdido y la imposibilidad de su padre de enmendar los errores del pasado.
Los recuerdos de la niña y los del propio Saavedra propiciarán el surgimiento de una historia mayor, poco grata para el país, pues tiene que ver con el saqueo, el menosprecio, el robo intelectual y la falta de políticas de Estado respecto a la paleontología en Bolivia. Sin embargo, no todo es negativo, pues jóvenes paleontólogos tienen visiones más optimistas sobre el futuro de esta ciencia en el país.
Poco a poco, la niña va descubriendo quién es su padre; las huellas de dinosaurio que ha estado siguiendo en el museo comienzan a transformarse en huellas de botas; el ser prehistórico, casi mítico, se convierte en una figura humana. Así, finalmente, esas huellas humanas la conducen al encuentro con Henry Saavedra, su padre.